Comencemos con el extracto de un diario de cuando una servidora tenía nueve años, que es un mal trago necesario para comprender este post de forma conveniente:
“(…) Y entonces le llevaré detrás del polideportivo, le besaré, y él se tendrá que dar cuenta de que estoy enamoradísima de él”. Esta entrada de mi diario versaba sobre D.P. (No me quiero poner Quim-monzonesca tocapelotas con el tema siglas, pero es que aún estoy en los inicios del blog, y no quiero arriesgarme a disgustos poniendo nombres completos).
D.P. era un niño de mi clase que era Testigo de Jehová y que me traía loquita. Yo, con mi morbosidad facilona habitual, le decía: Cuéntame, cuéntame otra vez cómo es tu día de Reyes. Y él me relataba un ritual terrible en el que todos los regalos de los niños estaban en un montón y tú cogías al tuntún, teniendo uno que joderse con lo que le hubiese tocado. En la página de al lado hay un montón de dibujos en los que se nos ve a los dos agarrados del brazo en situación nupcial, yo con el pelo muy largo y florido, todo claramente inspirado en la boda de Robin Hood y Marian, pero con iglesia al fondo, señal clara de que tenía pensado arrastrarlo al Camino de la Verdad y convertirlo al catolicismo. Actualmente creo más en la lectura del futuro en los posos de la pota que en la existencia de cualquier forma diosesca, pero en aquel momento estaba muy empeñada en tener fe. En la esquina de la página, después de todo el bodorrio, hay dibujado un monigote informe, algo así como un pelele con cabeza, bajo el cual está escrito: “Nuestra hija Carlota”. Y ya paro, que vomitamos todos.
El caso es que hará unos cinco años, hurgando en esas basuras que Dios me dio, encontré esta maravilla, que es mi tesoro, mi amuleto y mi todo. Apreciémoslo en toda su belleza:
Este trocito de papel bien doblado y redoblado sobre sí mismo encarna toda la ternura que soy capaz de sentir. El CARNÉ DEL COLE PARA TODO LO QUE SEA es mi horrocrux único del amor. Si alguien lo destruyese algún día, véase Potter, véase cualquier otro mago enano con tics faciales, mi poder de adoración hacia los cachorros, los bebés y algunos hombres de graciosas barbas se extinguiría de manera fulminante.
Advierto que mi capacidad de enternecerme es muy grande, a pesar de que mis comentarios malévolos en el post anterior (Que pueden leer aquí), que han ofendido a antiguos amores y demás inevitables klukluxklanes de la libertad de expresión, demuestren que soy una desgraciada que no disfruta más que con la mofa, el escarnio y el placer de echar alcohol sobre una falta de ortografía bien abierta o un vídeo de humorista desacertado. En alguna ocasión, en estados de ebriedad suprema, he llegado a sentir una ternura dolorosa y ganas de bañar (sí, han leído bien: GANAS DE BAÑAR) a hombres locos que gritan por la calle, a ese tío sin una pierna que recorre Argumosa arriba y abajo pidiendo dineros, y una vez a una señora cubana muy sucia que se lavaba sus partes pudendas en la fuente de la Plaza de Chueca, y que, al cruzarse mi mirada curiosa (y enternecida) con la suya, me espetó “Eres como una cáncer en un pecho”. Así, sin presentaciones ni tomas de contacto previas, como en esas citas americanas de cinco minutos que vemos en las películas, en las que puedes decir sin ningún pudor “Ni me hables, que me das GRIMA” y quedarte tan ancho, esperando a que suene el timbre para pasar a tu siguiente cita de cinco minutos. Pero dejémonos de tanta palabrería, y vayamos a lo que vamos: Carlota. A este nombre le sigue un gritito de amor y franela. Sabéis cómo es ese grito. Nace como a la altura de la boca del estómago, pero vibra por todo el cuerpo.
Carlota es mi primogénita, el detonante de una filia maníaca enloquecedora que se ha venido desarrollando desde que encontré el carnet y que hoy voy a confesar. Los antecedentes de este comportamiento locatis se encuentran en ese pelele con cabeza de mi diario de los nueve años, pero vuelven a observarse indicios maníacos más adelante, en la adolescencia, cuando mis amigas me pedían que les dibujase los hijos que iban a tener con los chicos que les gustaban. Yo les pintaba en un papelito pequeños rostros candorosos, y ellas les ponían unos nombres muy locos: Jezabel, Alegría, Arena, porque así de New Age es la pubescencia en las Islas Afortunadas. También yo tenía mi propia hoja de hijos, y qué rabia no conservarla. Por supuesto, todas teníamos descendencia con varios hombres diferentes. Algunas canarias somos un poco así, telenovelescas, disolutas y bien predispuestas al fracaso matrimonial desde la más tierna edad. Aquellos tiempos pasaron, y parecía que mi furor de dibujar fantasías filiales se había calmado (de hecho, el tema hijos, a día de hoy, me da bastante pavor), hasta que encontré el CARNÉ DEL COLE PARA TODO LO QUE SEA. Era como si Carlota, la hija que había inventado a los nueve años, hubiese nacido por su cuenta, y se pasease libremente con su carné mágico que le daba libertad para todo. Carlota era como yo, una niña flipada y vaga, con ciertas reminiscencias anarcoides (¿O no es flipado, vago y anarcoidal tener un carné PARA TODO LO QUE SEA?). Desde entonces, en una serie de impulsos semiinconscientes, empecé a dibujar un hijo por mes. Según cómo hubiese sido el mes y según fuese la persona que me gustase en ese momento, así era el hijo. Incluso si esa temporada me lo pasaba muy bien con alguna amiga, o ese día sentía una unión especial con esa persona, hacía lo posible por que el hijo se pareciese a ella.
En ocasiones los dolores menstruales también afectaban a cómo fuese el hijo. Mucho dolor: hijo con cara malvada, y cosas así. Si lo pasaba mal y me dolía mucho, los hacía un poco feos o gordos (pero los quería igual, nada de rencores).
Hace unos cuantos meses que, más por despiste que por otra cosa, abandoné el hábito, pero he decidido retomarlo. Me apetece mucho que cuando muera se hable de mí como “esa anciana arisca que dibujaba niños de forma compulsiva y que finalmente quemó su casa con ella dentro”.
Después de esta confesión vergonzante y extremadamente locatis, no quiero zanjar el post, porque no encuentro un buen final, y, sobre todo, porque sé que se quedarán ustedes con la sensación de que estoy tremendamente desequilibrada. Me siento tímida y temblorosa en un rincón de la fiesta, como cuando haces o dices alguna barbaridad en una noche de sábado y se te pasa la borrachera de golpe. Así que tendré que contar algo que me había prohibido usar como justificante, pero que ya sabía que podía servirme en algún momento de apuro.
Allá va: En el boom Manolito Gafotas yo tenía 10 años y una profesora de lengua que se llamaba Ana María. La señora en cuestión nos puso en masa a leer el librito en las horas de Actividades de Estudio. Yo en esa época iba muy de subidita y muy de yo-ya-leo-cosas-de-la-colección-roja-de-Alfaguara, y escribía unas redacciones tremendas, que empezaba con pasión y terminaba de cualquier forma, porque siempre he sido una flipada muy vaga (combinación fatal que trae muchos disgustos). A la seño Ana María se la llevaban los demonios con mis finales precipitados, y me decía: Estos finales locos no pueden ser, nena. Tienes que pensar toda la historia antes de escribirla, no puedes improvisar sobre la marcha. Yo, soberbia como era, me volvía a mi sitio con cara de “Cállate, hijadeputa, que no tienes ni idea, que yo me he leído Campos de Fresas de Jordi Sierra i Fabra y lo entiendo y todo”.
La verdad es que me jodía en el alma. Ese año Elvira Lindo hizo un tour por colegios de toda España, y vino al mío. Nos reunieron a todos en el gimnasio, la Elvira dio una charla, y después empezó el turno de preguntas. Y yo, aterrada y casi sin voz, le pregunté: ¿Cuando empiezas una historia tienes claro ya desde el principio cómo va a terminar, o vas improvisando? Y la señora Lindo, refulgiendo como una diosa entre las colchonetas de gimnasia podridas, contestó:” Ah, no, yo me lo voy inventando todo sobre la marcha”. Casi me dio un desmayo de triunfo y satisfacción, y miré a mi profesora en plan TOMAPARAQUEVUELVASOTRAVEZ. Hoy, con gran bajón por haber escrito a lo loco y no haber podido cerrar este post con un final redondo y una graciosa floritura, y con toda la humildad de la que mi corazón es posible, le digo a Ana María: TENÍAS RAZÓN, SEÑO. HAY QUE PENSAR LOS FINALES ANTES DE EMPEZAR A ESCRIBIR.
Ya conocía a algunos de tus hijos, pero no su apasionante origen. Me ha encantado esta entrega. ¡Larga vida a Sopapo!
No sé quien tendría razón de esas dos mujeres, pero me ha encantado!
Quiero ver todos esos hijos, me ha fascinado y me he acordado de que tengo alguno por casa.
Ahora espero con ganas un post de «Dios» .
Bueno y con Campos de Fresas no veas que flipada estaba también.jaja!
Y el Joven Lennon no te gustó mucho, ¿también?
Yo confieso que cuando leía libros de la serie roja sin haber alcanzado los doce años crecía palmo y medio del suelo. Ni que decir que pegué el estirón al pasarme al realismo mágico!
Quiero más post (por favor)