El otro día mi corazón de basurera latió alborozado. Tuve la gran fortuna de encontrarme entre la inmundicia vecinal un cartel maravilloso.
Realmente la fortuna no fue el cartel en sí, que es fabuloso y que me permitirá darle a mi terraza un toque de bistró chabacano, sino el hecho de que pesara tanto y no pudiese llevarlo yo sola a casa. Esto me permitió conocer a Carlos. ENTRA MÚSICA DE VIOLINES.
Carlos tiene 70 años. SALE MÚSICA DE VIOLINES Y SUENA MELODÍA DE GAME OVER. Si creen que van a escuchar una bella historia de jóvena y anciano dando sentido el uno a la vida del otro al más puro estilo Tomates Verdes Fritos, van apañados. Si son de mente sucia y tiran más por una fantasía gerontofílica así un poco más rollo Sundance, también van apañados.
Carlos lleva mallas de lycra y deportivas, está muy moreno y piensa que no cuesta nada ser amable y ayudar a una chica (aún me gusta referirme a mí misma como «una chica», pero les ruego que me paren cuando lo crean oportuno) que arrastra por la calle un cartel absurdísimo. Hablamos de muchas cosas camino a mi casa, pero lo esencial, que me gustaría entresacar y mostrar aquí de forma resumida, fue esto:
–¿Qué deporte haces? ¿Corres?-le pregunté.
– De todo- respondió él- Voy al gimnasio, por las tardes corro con un grupo de runners. Antes patinaba, pero me hice daño en una rodilla y no pude seguir.
Yo, un poco por educación y otro poco por mostrarme dicharachera, le dije:
-Ay, qué bien, ¿no? Cuántas cosas.
Carlos me miró un poco sombrío.
-En realidad, ojalá pudiera ser feliz sólo viendo a mis nietos y quedándome dormido delante de la tele.
Juro que no había coquetería ni falsa modestia en sus palabras . Lo decía de verdad. Su mirada era en cierto modo la mirada de un adicto agotado.
Miré a Carlos, con sus mallas-peto de lycra y divisé un futuro distópico madrileño terrible, con ancianos y ancianas yendo los unos a las presentaciones de las chorradas de los otros, acudiendo a fiestas de temas inconcretos, a reuniones de grupos de consumo en las que no se llega a ninguna conclusión, a inauguraciones de bares, a clases de swing, pilates, esgrima, encuadernación artesanal, serigrafía, cocina molecular… Una cohorte (cómo me gusta usar palabras que jamás me atreveré a pronunciar a viva voz; ustedes párenme sin pudor cuando se cansen de mis estupideces) de peña madura con un único mantra vital:
Odio cuando el padre de alguien se jubila y le preguntas que qué tal (en mi imaginación, veo a ese señor tirado en el suelo mirando al techo y sonriendo, nada más) y ese hijo te dice:
Pues muy bien, MUY ACTIVO.
De verdad, amigos, ¿nunca, NUNCA vamos a poder parar? ¿Estará mal visto el anciano que se siente en el parque con la mirada perdida? Porque, básicamente, ese era el plan de vida que tenía pensado para mí.
En veinte años seremos cincuentones-sesentones reventados, acudiendo cada fin de semana a Urgencias a tratarnos de modo rápido y eficaz las anginas de pecho y las crisis de ansiedad que alimentamos durante la semana. El domingo, con los daños mayores ya paliados, volveremos a publicar en redes sociales nuestras fotos de derrotados llenos de orgullo por estar trabajando en festivo, y seguiremos encontrándonos por las calles de madrugada, emocionados por, hoy también, habernos quedado trabajando hasta las tres de la mañana y estar camino de una clase de yoga kundalini.
Con respecto al TEMA CURSOS, las preguntas que retumban en mi mente tras esta enumeración son:
¿Seguiremos necesitando en la edad madura esos talleres que ahora frecuentamos o realmente llegaremos a buen puerto con alguno?
¿No se supone que, con tanto workshop y tanta mierda, en algún momento deberíamos llegar a ser expertos en algo, a alcanzar una sapiencia suprema, sin necesidad de seguir adquiriendo conocimientos dispersos?
Al que me diga que seguir aprendiendo cosas nuevas es maravilloso y que hacer deporte es bueno para la salud, le doy una puta hostia que le dejo la cabeza colgando de una vena.
Meditémoslo: ¿No sería mejor vivir libres de aspiraciones artístico-deportivas, paseándonos por la vida sin ningún tipo de afán de superación? Hagan el esfuerzo e imaginen la sensación durante unos segundos. ¿Lo sienten? Es como volar.
Para que nos entendamos mejor, a mí lo que me duele de la vida es esto:
Te encuentras con un conocido por la calle y le preguntas qué tal. Y va el chaval y te contesta:
Yo, en general, pongo mi mejor sonrisa de loca y contesto: «Oh, qué bien, qué maravilla, me alegro por ti». Pero por dentro, el raquítico y consumido demonio de la sinceridad, sentado en su despachito medio derruido, grita:
Pero exploremos más. Las calles de la ciudad son un hervidero de terroríficas respuestas a un inocente “¿qué tal?”:
¿Cuántos de ustedes han respondido o han sido respondidos de esta manera, amigos? Ya son palabras que nos salen solitas de la boca, como una pota descontrolada a propulsión después de haber tomado compota y gin tonic. Nos hemos autoinculcado la estúpida creencia de que llenando nuestra vida con el agotador chachachá de la actividad constante estaremos más cerca de nosotros mismos y de la vida, pero lo cierto es que ese ritmo diabólico es el greatest hit de Satanás y nos aleja de nosotros mismos. Esto de alejarse de uno mismo a veces es de agradecer, que hacer de Supernanny del ello, el yo y el superyó es en ocasiones insostenible, y es de agradecer que una actividad externa venga a distraernos. Pero dejemos de engañarnos, amigos: el encuentro con uno mismo no está ni en clase de francés ni en el taller de aeroyoga. El uno mismo de cada uno está ahí agazapado, esperando en casa, en pijama, lloroso y asustado, temblando bajo una manta y preparado para gritar en el momento en el que nos quedemos quietos y con la mente en blanco.
No sé ustedes, pero yo echo mucho de menos aquellos tiempos de los que nos han hablado y que no hemos vivido en los que el espíritu humano era un pequeño vaso de chupito que se rellenaba con un catre donde dormir, unas sopas de pan y un poco de sol sentado en un banco a la entrada del pueblo.
¿Por qué abandonamos ese chupito, sencillo y campechano como sólo Don Juan Carlos de Borbón puede serlo? ¿En qué mente maquiavélica nació la idea de que todos poseíamos un alma de artistas que necesitábamos sacar a flote para liberarnos de las miserables cadenas de una vida sencilla con sopa de ajo, catre tibio y sol? ¿Qué malvado diablo nos inoculó en el bulbo raquídeo que debíamos sentirnos realizados artísticamente, y que eso iba a solucionarse con dos horas semanales de alfarería después del trabajo? Son preguntas que se suceden en mi mente sin cesar mientras intento memorizar la coreografía de clase de swing y terminar un cuento para un concurso.
Desde lo más profundo de mi corazón, amigos, yo les digo mi parecer: El amor romántico se creó para entretenernos un poco en la vida, Papá Noel va de rojo por la Coca Cola, y el ocio programado lo inventó un día en su despacho un magnate de las ideas para vender calentadores, toallas pequeñas de secar el sudor, bikrams para el yoga y lienzos para pintar paisajes espantosos.
Pero hubo un tiempo en el todo era distinto. Hubo una época dorada, que algunos tuvimos la suerte de vivir, en el que el veneno de la clase extraescolar era un refresco exclusivamente reservado a los niños (los adultos llevaban vidas de adultos, los adultos no querían aprender ballet, ni sacarse el First, ni saber respirar con el suelo pélvico). Eran tiempos hermosos. Ser adulto era maravilloso porque no tenías que ir al colegio, podías acostarte tarde y fumar. Ahora ser adulto es un infierno, porque tienes que seguir aprendiendo mierda, y mantener tu cuerpo y tu mente como una dinamo hiperactiva que echa humo. Y, por si fuera poco, también tienes que acostarte tarde y fumar.
Antes sólo había algunos adultos cogidos con pinzas, seres generalmente atormentados y asociales, que tenían una cosa llamada HOBBIES. Esta palabra, prima cercana de otros palabros monstruosos como yuppie o jogging, nos retrotrae a un adulto con problemas para existir. En la bruma de mi recuerdo toman una especial importancia los radioaficionados, que se construían su aparatito y establecían su universo paralelo. A mí los radioaficionados siempre me dieron miedo. Eran tíos lejanos, padres de amigas mías, presencias parduzcas y amorfas en el fondo de un cuartucho en el jardín. ¿Con quién hablaban? Mis amigas no lo sabían muy bien. Con otra gente que también se había construido su radio casera y transmitía las mismas inquietudes de cuerpo amorfo y grisáceo desde la oscuridad de un cuartucho similar. No me digan que la idea no es absolutamente escalofriante y asombrosamente parecida a nuestro facebook de ahora.
Pero, volviendo al tema, el caso es que, salvo los radioaficionados, los coleccionistas de cosas (también una especie supurante de angustias perdida en un mar de sellos, minerales y barcos en botellas) y algún chalado que salía a correr, el terreno de las aficiones era una Isla de Nunca Jamás poblada por niños salvajes con los que sus padres no sabían qué hacer por las tardes.
Ahora la balsa del veneno extraescolar y la pluriactividad se ha desbordado, asolando vidas enteras y acabando con aquellos que las habitaban.
¿Han probado a tumbarse en el suelo, mirar al techo y no hacer NADA? Si son capaces de aguantar más de medio minuto antes de levantarse e irse de cañas con no sé quién (otro mal que podría englobarse dentro de las actividades compulsivas), entenderán que ESO es el ocio, y no una patraña por la que hay que pagar 75 euros al mes con derecho a todas las actividades. Lo dice una que intentó ser la más elástica de la clase de pilates y casi se desgarra un ligamento, es decir, que yo estoy hundida hasta el cuello en esta mierda. No estoy reprendiendo a nadie. Lo que busco es que vayamos todos de la mano a algún centro de rehabilitación. Lo más triste es que seguramente los amables psiquiatras de la casa de reposo en las montañas, sin entender muy bien que nuestra psicosis se deriva de un nuevo mal social aún inexistente en los Vademecums del loquerío, nos incitarían a “desconectar, hacer algo distinto, buscarse un HOBBY».